TRABAJÉ SIEMPRE CON AMOR
Si de verdad
buscamos la auténtica felicidad de nuestros alumnos y queremos inducirlos al
cumplimiento de sus obligaciones, conviene ante todo que nunca olvidéis que
hacéis las veces de padres de nuestros amados jóvenes, por quienes trabajé
siempre con amor, por quienes estudié y ejercí el ministerio sacerdotal, y no
sólo yo, sino toda la Congregación salesiana.
¡Cuántas
veces, hijos míos, durante mi vida, ya bastante prolongada, he tenido ocasión
de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar,
amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia
y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos,
soportándolos con firmeza y suavidad a la vez.
Os
recomiendo que imitéis la caridad que usaba Pablo con los neófitos, caridad que
con frecuencia los llevaba a derramar lágrimas y a suplicar, cuando los
encontraba poco dóciles y rebeldes a su amor.
Guardaos de
que nadie pueda pensar que os dejáis llevar por los arranques de vuestro
espíritu. Es difícil, al castigar, conservar la debida moderación, la cual es
necesaria para que en nadie pueda surgir la duda de que obramos sólo para hacer
prevalecer nuestra autoridad o para desahogar nuestro mal humor.
Miremos como
a hijos a aquellos sobre los cuales debemos ejercer alguna autoridad.
Pongámonos a su servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no
para mandar, y avergoncémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de
dominio; si algún dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos
mejor.
Éste era el
modo de obrar de Jesús con los apóstoles, ya que era paciente con ellos, a
pesar de que eran ignorantes y rudos, e incluso poco fieles; también con los
pecadores se comportaba con benignidad y con una amigable familiaridad, de tal
modo que era motivo de admiración para unos, de escándalo para otros, pero
también ocasión de que muchos concibieran la esperanza de alcanzar el perdón de
Dios. Por esto nos mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón.
Son hijos
nuestros, y por esto, cuando corrijamos sus errores, hemos de deponer toda ira
o, por lo menos, dominarla de tal manera como si la hubiéramos extinguido
totalmente.
Mantengamos
sereno nuestro espíritu, evitemos el desprecio en la mirada, las palabras
hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como
conviene a unos padres de verdad, que se preocupan sinceramente de la
corrección y enmienda de sus hijos.
En los casos
más graves, es mejor rogar a Dios con humildad que arrojar un torrente de
palabras, ya que éstas ofenden a los que las escuchan, sin que sirvan de
provecho alguno a los culpables.
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