Nació hacia
el año 69 d. C. en Esmirna. Recibió el bautismo en su infancia.
Fue
discípulo del apóstol San Juan, y tuvo por eso el privilegio de oír en boca de
un testigo presencial las descripciones de la vida de Jesús. Más tarde, fue
probablemente el mismo San Juan el que encomendó al cuidado episcopal de San
Policarpo la grey cristiana de Esmirna. De este modo, San Policarpo ocupó el
episcopado de Esmirna (en la actual Turquía) hacia el 110 d. C. Ya desde el
principio, se hizo notar por su fuerte personalidad y por su implacable valentía
para confesar la fe cristiana.
Fue llevado
a la hoguera donde fue quemado. El día de su martirio fue el 23 de febrero del
año 155 de la era cristiana, durante el gobierno del emperador Antonino Pío.
De la carta
de la Iglesia de Esmirna sobre el martirio de san Policarpo
(Caps. 13,
2-5, 2: Funk 1, 297-299)
COMO UN
SACRIFICIO ENJUNDIOSO Y AGRADABLE
Preparada la
hoguera, Policarpo se quitó todos sus vestidos, se desató el ceñidor e
intentaba también descalzarse, cosa que antes no acostumbraba a hacer, ya que
todos los fieles competían entre sí por ser los primeros en tocar su cuerpo;
pues, debido a sus buenas costumbres, aun antes de alcanzar la palma del
martirio, estaba adornado con todas las virtudes.
Policarpo se
encontraba en el lugar del tormento rodeado de todos los instrumentos
necesarios
para quemar a un reo. Pero, cuando le quisieron sujetar con los clavos, les
dijo:
«Dejadme
así, pues quien me da fuerza para soportar el fuego me concederá también
permanecer
inmóvil en medio de la hoguera sin la sujeción de los clavos.» Por tanto, no le
sujetaron con los clavos, sino que lo ataron.
Ligadas las
manos a la espalda como si fuera una víctima insigne seleccionada de entre
el numeroso
rebaño para el sacrificio, como ofrenda agradable a Dios, mirando al cielo,
dijo: «Señor, Dios todopoderoso, Padre de nuestro amado y bendito Jesucristo,
Hijo tuyo, por quien te hemos conocido; Dios de los ángeles, de los arcángeles,
de toda criatura y de todos los justos que viven en tu presencia: te bendigo,
porque en este día y en esta hora me has concedido ser contado entre el número
de tus mártires, participar del cáliz de
Cristo y,
por el Espíritu Santo, ser destinado a la resurrección de la vida eterna en la
incorruptibilidad
del alma y del cuerpo. ¡Ojalá que sea yo también contado entre el
número de
tus santos como un sacrificio enjundioso y agradable, tal como lo dispusiste de
antemano, me lo diste a conocer y ahora lo cumples, oh Dios veraz e ignorante
de la mentira! Por esto te alabo, te bendigo y te glorifico en todas las cosas
por medio de tu Hijo amado Jesucristo, eterno y celestial Pontífice. Por él a
ti, en unión con él mismo y el
Espíritu
Santo, sea la gloria ahora y en el futuro, por los siglos de los siglos. Amén.»
Una vez que
acabó su oración y hubo pronunciado su «Amén», los verdugos encendieron el
fuego.
Cuando la
hoguera se inflamó, vimos un milagro; nosotros fuimos escogidos para
contemplarlo,
con el fin de que lo narrásemos a la posteridad. El fuego tomó la forma de
una bóveda,
como la vela de una nave henchida por el viento, rodeando el cuerpo del
mártir que,
colocado en medio, no parecía un cuerpo que está abrasándose, sino como un
pan que está
cociéndose, o como el oro o la plata que resplandecen en la fundición.
Finalmente,
nos embriagó un olor exquisito, como si se estuviera quemando incienso o
algún otro
preciado aroma.
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