SAN POLICARPO DE ESMIRNA (23 de febrero)

 



 

Nació hacia el año 69 d. C. en Esmirna. Recibió el bautismo en su infancia.

 

Fue discípulo del apóstol San Juan, y tuvo por eso el privilegio de oír en boca de un testigo presencial las descripciones de la vida de Jesús. Más tarde, fue probablemente el mismo San Juan el que encomendó al cuidado episcopal de San Policarpo la grey cristiana de Esmirna. De este modo, San Policarpo ocupó el episcopado de Esmirna (en la actual Turquía) hacia el 110 d. C. Ya desde el principio, se hizo notar por su fuerte personalidad y por su implacable valentía para confesar la fe cristiana.

 

Fue llevado a la hoguera donde fue quemado. El día de su martirio fue el 23 de febrero del año 155 de la era cristiana, durante el gobierno del emperador Antonino Pío.

De la carta de la Iglesia de Esmirna sobre el martirio de san Policarpo

(Caps. 13, 2-5, 2: Funk 1, 297-299)

 

COMO UN SACRIFICIO ENJUNDIOSO Y AGRADABLE

 

Preparada la hoguera, Policarpo se quitó todos sus vestidos, se desató el ceñidor e intentaba también descalzarse, cosa que antes no acostumbraba a hacer, ya que todos los fieles competían entre sí por ser los primeros en tocar su cuerpo; pues, debido a sus buenas costumbres, aun antes de alcanzar la palma del martirio, estaba adornado con todas las virtudes.

 

Policarpo se encontraba en el lugar del tormento rodeado de todos los instrumentos

necesarios para quemar a un reo. Pero, cuando le quisieron sujetar con los clavos, les dijo:

«Dejadme así, pues quien me da fuerza para soportar el fuego me concederá también

permanecer inmóvil en medio de la hoguera sin la sujeción de los clavos.» Por tanto, no le sujetaron con los clavos, sino que lo ataron.

 

Ligadas las manos a la espalda como si fuera una víctima insigne seleccionada de entre

el numeroso rebaño para el sacrificio, como ofrenda agradable a Dios, mirando al cielo, dijo: «Señor, Dios todopoderoso, Padre de nuestro amado y bendito Jesucristo, Hijo tuyo, por quien te hemos conocido; Dios de los ángeles, de los arcángeles, de toda criatura y de todos los justos que viven en tu presencia: te bendigo, porque en este día y en esta hora me has concedido ser contado entre el número de tus mártires, participar del cáliz de

Cristo y, por el Espíritu Santo, ser destinado a la resurrección de la vida eterna en la

incorruptibilidad del alma y del cuerpo. ¡Ojalá que sea yo también contado entre el

número de tus santos como un sacrificio enjundioso y agradable, tal como lo dispusiste de antemano, me lo diste a conocer y ahora lo cumples, oh Dios veraz e ignorante de la mentira! Por esto te alabo, te bendigo y te glorifico en todas las cosas por medio de tu Hijo amado Jesucristo, eterno y celestial Pontífice. Por él a ti, en unión con él mismo y el

Espíritu Santo, sea la gloria ahora y en el futuro, por los siglos de los siglos. Amén.»

Una vez que acabó su oración y hubo pronunciado su «Amén», los verdugos encendieron el fuego.

 

Cuando la hoguera se inflamó, vimos un milagro; nosotros fuimos escogidos para

contemplarlo, con el fin de que lo narrásemos a la posteridad. El fuego tomó la forma de

una bóveda, como la vela de una nave henchida por el viento, rodeando el cuerpo del

mártir que, colocado en medio, no parecía un cuerpo que está abrasándose, sino como un

pan que está cociéndose, o como el oro o la plata que resplandecen en la fundición.

Finalmente, nos embriagó un olor exquisito, como si se estuviera quemando incienso o

algún otro preciado aroma.

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