Santos Cosme y Damián, Mártires, 26 de septiembre

Cosme y Damián son los más conocidos y los principales en el grupo de santos venerados en el Oriente y llamados colectivamente «anárgyroi», «los sin dinero», porque practicaban la medicina sin aceptar ningún pago ni recompensa de sus pacientes.

A pesar de que algunos escritores han afirmado que lograron entresacar de las «actas», fabulosas y sin valor histórico, de estos santos, algunos fragmentos de los originales auténticos, perdidos hace siglos, en opinión del Padre Delehaye, «es muy probable que el origen y la verdadera historia de Cosme y Damián no lleguen nunca a ser aclarados por las investigaciones». Alban Butler resume la esencia de su historia de esta manera:

Cosme y Damián eran hermanos gemelos, naturales de Arabia; estudiaron las ciencias en Siria y llegaron a distinguirse por su habilidad en la medicina. Como eran cristianos y estaban impulsados por el santo aliento de la caridad en que se nutre el espíritu de nuestra bendita religión, practicaban su profesión con toda su pericia y notable éxito, pero sin aceptar jamás pago alguno por sus servicios.

Vivían en Aegeae, sobre la costa de la bahía de Alejandreta, en Cilicia, donde ambos eran distinguidos por el cariño y el respeto de todo el pueblo a causa de los muchos beneficios que prodigaba entre las gentes su caridad y por el celo con que practicaban la fe cristiana, ya que aprovechaban todas las oportunidades que les brindaba su profesión para difundirla y propagarla.

En consecuencia, al comenzar la persecución, resultó imposible que aquellos hermanos de condición tan distinguida, pasasen desapercibidos. Ellos fueron de los primeros en ser aprehendidos por orden de Lisias, el Gobernador de Cilicia y, luego de haber sido sometidos a diversos tormentos, murieron decapitados por la fe. Conducidos sus restos a Siria, quedaron sepultados en Cirrhus, ciudad ésta que llegó a ser el centro principal de su culto y donde las referencias más antiguas sitúan el escenario de su martirio.

Las leyendas adornan esta sencilla historia con numerosas maravillas. Se dice por ejemplo que, antes de ser decapitados, salieron con bien de varios tipos de ejecución infalibles, como ser arrojados al agua, atados a pesadas piedras, quemados en hogueras y crucificados. Cuando se hallaban clavados en las cruces, la multitud los apedreó, pero los proyectiles, sin tocar el cuerpo de los Santos, rebotaron para golpear a los mismos que los arrojaban. Lo mismo sucedió con las flechas disparadas por los arqueros que torcieron su trayectoria e hicieron huir más que de prisa a los tiradores (se cuenta que el mismo caso ocurrió con San Cristóbal y otros Mártires).

Asimismo dice la leyenda que los tres hermanos de Cosme y Damián, llamados Antimo, Leoncio y Euprepio, sufrieron el martirio al mismo tiempo que los gemelos. Se habla de innumerables milagros, sobre todo curaciones maravillosas, obrados por los mártires después de su muerte y, a veces, los propios Santos se aparecieron, en sueños, a los que les imploraban en sus sufrimientos, a fin de curarles inmediatamente.

Eso fue lo que sucedió con algunos paganos en el propio templo de Esculapio y Serapis. Entre las personas distinguidas que atribuyeron su curación de males gravísimos a los Santos Cosme y Damián, figuró el Emperador Justiniano I, quien visitó la ciudad de Cirrhus especialmente para venerar las reliquias de sus benefactores. A principios del siglo quinto, se levantaron en Constantinopla dos grandes iglesias en honor de los Mártires.

La Basílica que se erigió en Roma, con hermosísimos mosaicos, fue dedicada a los Santos alrededor del año 530. Los Santos Cosme y Damián son nombrados en el canon I de la misa y, junto con San Lucas, son los Patronos de médicos y cirujanos. Por un error, los cristianos de Bizancio honraron a tres pares de santos con el mismo nombre.

«Es necesario saber -dice el Sinaxario de Constantinopla- que hay tres grupos de mártires con los nombres de Cosme y Damián: los de Arabia, que fueron decapitados durante la persecución de Diocleciano (17 de octubre), los de Roma, que murieron apedreados en el curso del reinado de Carino (1 de julio) y los hijos de Teódota, quienes murieron tranquilamente». Sin embargo todos esos Santos son el mismo grupo de los dos hermanos que nosotros celebramos hoy.

Preciosa es la muerte de los Mártires, comprada con el precio de la muerte de Cristo

De los sermones de San Agustín, Obispo

Sermón 329, en el natalicio de los mártires, 1-2: PL 38,m 1454-1455

Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mi ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

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