La Celebración de la Pasión del Señor


 “Te decían: «Doblégate para que pasemos», mientras tú ponías la espalda como un suelo, como una calle para los transeúntes” (Is, 51, 23). 


La Celebración de la Pasión del Señor, el Viernes Santo, comienza con la postración de los sacerdotes frente al altar desnudo, despojado de los manteles. Los fieles lo acompañan, de rodillas. Lo rodea el silencio. El sacerdote esta postrado, como el día de ordenación, cuando se le hizo ver gestualmente que era polvo, que no valía nada, pero que por la gracia de Dios sería elevado a un don muy especial. 


El sacerdote se postra en tierra y todos los fieles se arrodillan para ver la propia miseria en que nos ha dejado el pecado y, al mismo tiempo, para advertir la inmensa grandeza del Dios hecho hombre que nos ha devuelto la vida. 


El silencio se rompe con una oración, a la que siguen las lecturas. Conmueve escuchar que el rostro de Jesús estaba desfigurado, ya sin aspecto de hombre, y que se horrorizaban al verlo aguantar los dolores y ser triturado por nuestros pecados, para ser curados en sus llagas; y que ofreció oraciones y súplicas, con fuertes voces y lágrimas para conseguir la salvación eterna para todos los que lo obedecen. 

Después se lee la Pasón según san Juan, en la que podemos apreciar que lo que a los ojos del mundo aparecía como un hecho absolutamente profano, como la ejecución de un hombre condenado a muerte por agitador político, era en realidad la única liturgia verdadera de la historia del mundo, en la que Jesús penetró a través de las paredes de la muerte en el templo verdadero: a la presencia del Padre.


Tras oír clamar a Jesús “Todo está cumplido”, volvemos a caer en tierra, de rodillas, y el silencio vuelve a ser protagonista. Recordamos el inicio de la celebración. Jesús puso su espalda para que se pudiera caminar sobre ella; por eso es un puente, un pontifex, el sumo y eterno sacerdote; él es nuestro paso, nuestra pascua hacia el Padre

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