16 de octubre
Eduviges era hija del Conde Bertoldo de Andechs. Nació en Andechs, de Baviera, hacia 1174. Su hermana Gertrudis fue la madre de Santa Isabel de Hungría. Sus padres la confiaron, de niña, a las Religiosas del Monasterio de Kintzingen, en Franconia.
A los doce años de edad, Eduviges contrajo matrimonio con el Duque Enrique de Silesia, que sólo tenía dieciocho años y Dios los bendijo con siete hijos, pero sólo uno de ellos, Gertrudis, sobrevivió a su madre y llegó a ser Abadesa de Trebnitz. El marido de Eduviges heredó el Ducado a la muerte de su padre, en 1202.
Inmediatamente, a instancias de su esposa, fundó el gran Monasterio de Religiosas Cistercienses de Trebnitz, a cinco kilómetros de Breslau. Se cuenta que todos los malhechores de Silesia fueron condenados a trabajar en la construcción del Monasterio, que fue el primer Convento de Religiosas en Silesia.
El Duque y su Mujer fundaron además otros muchos Monasterios, con lo cual no sólo propagaron en sus territorios la vida religiosa, sino también la cultura germánica. Entre los Monasterios fundados por los Duques, los había de Cistercienses, de Canónigos de San Agustín, de Dominicos y de Franciscanos.
Enrique fundó el hospital de la Santa Cruz en Breslau, y Santa Eduviges, un hospital para leprosas en Neumarkt donde solía asistir personalmente a las enfermas. Después del nacimiento de su último hijo, en 1209, Eduviges instó a su marido para que hiciesen voto de continencia perpetua y, en adelante, vivieron separados durante largos períodos. Según se cuenta, en los treinta años que le restaban de vida, Enrique no volvió a cortarse la barba ni a llevar oro, plata o púrpura. Por ello se le llamó Enrique el Barbado.
Los hijos de Enrique y Eduviges hicieron sufrir mucho a sus padres. Por ejemplo, en 1212, el Duque repartió sus posesiones entre Enrique y Conrado, sus hijos varones, pero ninguno de los dos quedó contento con su parte. A pesar de que Santa Eduviges hizo cuanto pudo por reconciliarlos, los dos hermanos y sus partidarios trabaron batalla, y Enrique derrotó a su hermano Conrado.
Esa pena ayudó a Santa Eduviges a comprender y deplorar la vanidad de las cosas del mundo y a despegarse más y más de él. A partir de 1209, la Santa fijó su principal residencia en el Monasterio de Trebnitz, a donde solía retirarse con frecuencia.
Durante sus retiros, dormía en la sala común con las otras Religiosas y observaba exactamente la distribución. No usaba más que una túnica y un manto, lo mismo en invierno que en verano y llevaba, sobre sus carnes una camisa de pelo con mangas de seda blanca para que nadie lo sospechase.
Como acostumbraba caminar hasta la Iglesia con los pies desnudos sobre la nieve, los tenía destrozados, pero llevaba siempre en la mano un par de zapatos para ponérselos si encontraba a alguien por el camino. Un Abad le regaló en cierta ocasión un par de zapatos nuevos y le arrancó la promesa de que los usaría. Algún tiempo después, el Abad volvió a ver a la Santa descalza y le preguntó dónde estaban los zapatos. Eduviges los sacó de entre los pliegues de su manto, diciendo: «Siempre los llevo aquí».
En 1227, los Duques Enrique de Silesia y Ladislao de Sandomir se reunieron para organizar la defensa contra el ataque del «svatopluk» de Pomerania. Pero el svatopluk se enteró y cayó sobre ellos, precisamente durante la reunión, y Enrique, que estaba en el baño, apenas logró escapar con vida.
Santa Eduviges acudió lo más pronto posible a cuidar a su marido, pero éste había partido ya con Conrado de Masovia para defender los territorios de Ladislao, que había perecido a manos del svatopluk. La victoria favoreció a Enrique, el cual se estableció en Cracovia. Pero al poco tiempo fue nuevamente atacado por sorpresa en Mass, y Conrado de Plock le tomó prisionero.
La fiel Eduviges intervino y consiguió que ambos Duques llegasen a un acuerdo, mediante el matrimonio de las dos nietas de Enrique con los dos hijos de Conrado. Así se evitó el encuentro entre las fuerzas de ambos, con gran regocijo de Santa Eduviges, que siempre hacía cuanto estaba en su mano para evitar el derramamiento de sangre.
En 1238, murió el marido de Santa Eduviges y fue sucedido por su hijo Enrique, apodado «el Bueno». Cuando la noticia de la muerte del Duque llegó al monasterio de Trebnitz, las Religiosas lloraron mucho. Eduviges fue la única que permaneció serena y reconfortó a las demás: «¿Por qué os quejáis de la voluntad de Dios? Nuestras vidas están en sus manos, y todo lo que Él hace está bien hecho, lo mismo si se trata de nuestra propia muerte que de la muerte de los seres amados».
La Santa tomó entonces el hábito religioso de Trebnitz, pero no hizo los votos para poder seguir administrando sus bienes en favor de los pobres. En cierta ocasión, Santa Eduviges encontró a una pobre mujer que no sabía el Padrenuestro y comenzó a enseñárselo; como la infeliz aldeana no consiguiese aprenderlo, la Santa la llevó a dormir en su propio cuarto para aprovechar todos los momentos libres y repetirle la oración hasta que la mujer consiguió aprenderla de memoria y entender lo que decía.
En 1240, los Tártaros invadieron Ucrania y Polonia. El Duque Enrique II les presentó la batalla cerca de Wahlstadt. Se dice que los Tártaros emplearon entonces los gases venenosos: «un humo espeso y nauseabundo brotaba en forma de serpiente de unos tubos de cobre y embrutecía a los soldados polacos». Enrique pereció en la batalla.
Santa Eduviges tuvo una revelación sobre la muerte de su hijo tres días antes de que llegase la noticia y dijo a su amiga Dermudis: «He perdido a mi hijo; se me ha escapado de las manos como un pajarillo y jamás volveré a verle».
Cuando el mensajero trajo la triste noticia, Santa Eduviges consoló a su hija Gertrudis y a Ana, la esposa de Enrique. Dios premió la fe de su sierva con el don de milagros. Una Religiosa ciega recobró la vista cuando la Santa trazó sobre ella la señal de la cruz. El biógrafo de Eduviges relata varias otras curaciones milagrosas obradas por ella y menciona diversas profecías de la Santa, entre las que se contaba la de su propia muerte.
Durante su última enfermedad, Santa Eduviges pidió la extremaunción cuando todos la creían fuera de peligro. Murió en octubre de 1243 y fue sepultada en Trebnitz.
Su Canonización se llevó a cabo en 1267. En 1706 la fiesta de Santa Eduviges fue incluida en el calendario general de la Iglesia de Occidente.
Tendía siempre hacia Dios
De la Vida de Santa Eduvigis, escrita por un autor contemporáneo
Sabiendo la sierva de Dios que aquellas piedras vivas destinadas a ser colocadas en el edificio de la Jerusalén celestial deben ser pulimentadas en este mundo con los golpes repetidos del sufrimiento, y que para llegar a aquella gloria celestial y patria gloriosa hay que pasar por muchas tribulaciones, se puso toda ella a merced de las aguas de los padecimientos y trituró sin compasión su cuerpo con toda clase de mortificaciones. Eran tan grandes los ayunos y abstinencias que practicaba cada día, que muchos se admiraban de que una mujer tan débil y delicada pudiera soportar semejante sacrificio.
Cuanto más grande era su denuedo en mortificar el cuerpo, sin faltar por eso a la debida discreción, tanto más crecía el vigor de su espíritu y tanto más aumentaba su gracia, tomando nuevo incremento el fuego de su devoción y de su amor a Dios. Muchas veces la invadía un deseo tan ardiente de las cosas celestiales y de Dios, que quedaba sin sentido y ni se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
Al mismo tiempo que el afecto de su mente tendía siempre hacia Dios, sus sentimientos de piedad la inclinaban hacia el prójimo, impulsándola a dar abundantes limosnas a los pobres y a socorrer a las asociaciones o personas religiosas, ya viviesen dentro o fuera de los monasterios, como también a las viudas y a los niños, a los enfermos y a los débiles, a los leprosos y a los encarcelados, a los peregrinos y a las mujeres lactantes necesitadas, sin permitir nunca que marchase con las manos vacías cualquiera que acudía a ella en busca de ayuda.
Y, porque esta sierva de Dios nunca dejó de practicar las buenas obras que estaban en su mano, Dios le concedió la gracia de que, cuando sus recursos humanos llegaban a ser insuficientes para llevar a cabo sus actividades, la fuerza de Dios y de la Pasión de Cristo la hiciera capaz de realizar lo que demandaban de ella las necesidades del prójimo. Así pudo, según el beneplácito de la voluntad divina, auxiliar a todos los que acudían a ella en petición de ayuda corporal o espiritual.
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